Estaba esta mañana escuchando en la Ser unos datos aterradores de Save the Children: entre un 10 y un 20% de la población ha sido víctima de violencia sexual durante su infancia. 10 de cada 100 / 20 de cada 100. Y no es cosa del pasado, no ocurría en la infancia de los que hoy somos adultos, ni en la de nuestros padres, sino que sigue ocurriendo.
Según los estudios de Save the Children (aquí os dejo un enlace al estudio de 2019), una de cada dos denuncias por abuso sexual tiene como protagonista a un menor. Eso contando, por supuesto, con que ese abuso se da en la mayor parte de los casos en el entorno familiar y sólo el 15% de ellos acaba en denuncia. Pero es aún peor: de los que llegan a juicio, a la mayor parte de los supuestos abusadores se les absuelve porque el testimonio del niño o niña se considera «inconsistente». Qué locura.
Perdonad porque sé que ahora mismo tenéis el estómago retorcido y el corazón en un puño, pero son datos que hay que conocer porque algo hay que hacer, ¿no os parece? Las leyes siguen siendo laxas y los tiempos de espera para juicos, así como los criterios («inconsistente» el testimonio de un niño… si aún no sabe en muchos casos narrar una historia, por favor… seamos serios)
Hace unos días, en la maravillosa jornada organizada por Educar es Todo en el Teatro Lope de Vega de Madrid, una de las ponencias corría a cargo del psicólogo Alberto Soler. Su intervención abordaba el tema del miedo. Los miedos infantiles, los miedos adolescentes, los miedos adultos… cómo transitamos esta emoción constante en nuestra vida que nos viene innata y que hay que aprender a gestionar.
Soler abordaba un mensaje que él mismo consideraba un tanto manido: el miedo no es ni malo ni bueno, sino que es necesario para vivir porque nos protege de lo malo, de lo que nos puede hacer daño. Y entonces decía, con mucha gracia (en su intervención no daba estos datos que os he comentado así que el ambiente era muy distinto al que tenemos ahora llegados a este párrafo) que finalmente todos somos descendientes de aquellos que sintieron miedo del león o de la araña venenosa porque ellos salvaron su vida. Otros no sintieron miedo y acabaron devorados por «el lindo gatito».
La ponencia fue maravillosa, como las píldoras que lanza Alberto Soler en redes y que os recomendamos ver si tenéis un ratito. También os recomendamos por supuesto esta ponencia porque son 19 minutos que os van a animar a reflexionar y probablemente os va a cambiar muchas de las presunciones que tenéis ahora mismo:
Para los que no lleguéis al final o sigáis leyendo, anunciamos que os hacemos un spoiler importante porque consideramos fundamental que el mensaje llegue a todos. En la conferencia de Soler la reflexión final, que pone los pelos de punta, es la que lanza a los asistentes al evento: ¿Cuál es peor miedo que puede sentir un niño, un menor?
En el evento se escuchaban respuestas al azar: a la muerte de sus padres, a la propia muerte, al abandono… Pero no, no es ese el peor miedo que puede sentir un niño. El peor miedo que puede sentir un niño es el miedo a sus propios padres, a esas figuras de apego que lo que deben hacer es protegerle.
Y sí, pelos de punta. Porque eso es lo que siente alrededor de un 20 por ciento de nuestros niños hoy en día. Ahora mismo. No digo que los padres seamos todos unos maltratadores desde un punto de vista sexual, pero estoy segura de que, si esta reflexión la llevamos a algo más allá que el tema sexual, podemos vernos a nosotros mismos infligiendo miedo deliberadamente a nuestros hijos: cuidado que viene el lobo, el famoso hombre del saco que venía por las noches… y cuando tus hijos te dicen que no tienen miedo porque tu les proteges… ¿estás seguro de que siempre les respondes que ahí estás tu o a veces dices que no podrás hacer nada o que que pasa si el lobo te come a ti también?
Y en el día a día, gritos, broncas, humillaciones… el maltrato verbal está también ahí y poco conseguimos controlarlo. Ese, además, no se denuncia. A veces nos escudamos en que «bastante tengo yo con gestionar mis propias emociones» y desde luego no digo que un grito o una bronca vaya a traumatizar a nuestros hijos, pero siendo nosotros los adultos, ¿no invitan estos datos a reflexionar si no somos responsables de aprender para evitar también esa violencia verbal injustificada?
Son reflexiones que os lanzo, que yo misma tengo y que no buscan haceros sentir mal, ni hacerme sentir mal a mí tampoco, pero lo que tengo claro es que si yo grito a mis hijos, difícilmente ellos conseguirán controlarse cuando eduquen a mis nietos. Y este maltrato que podemos llamar «menor» frente a otros que ponen en riesgo la vida de los peques (maltrato físico en cualquiera de sus grados) también es maltrato y tiene un peso importantísimo para sus vidas y las de la sociedad futura. Porque no hay legado más importante que podamos dejar en el mundo que nuestros propios hijos. Ellos son «el trabajo» más importante que estamos haciendo sin lugar a duda.
Reflexionemos y eduquémonos para tratarnos bien. Yo estoy en ello. ¿Me queda trabajo? Desde luego, pero a motivación no me gana nadie 😉