Andaba yo muy tranquila y confiada antes de las vacaciones. Preocupada por ver cómo lograba cerrar tantos temas de trabajo pendientes para conectarme lo menos posible durante las vacaciones; una semana seguida, qué atrevimiento con todo lo que tengo que hacer, los autónomos no podemos permitirnos esto… Este tipo de afirmaciones me martilleaban la mente… Pero por otro lado, no podía renunciar a disfrutar al máximo de la primera visita del niño a la playa, por ejemplo. Estas vacaciones iba a conocer el mar… y yo tenía muchos planes. Creo que lo primero que guardamos en la maleta fue la cámara de video y la de fotos. En cambio no hicimos ni un solo video y fotos… contaditas y con el móvil. No ha habido mucho que quiera recordar.
Uno puede estar tan tranquilo, pensando que todo es color de rosa, que va a pasarlo bien, que va a descansar… que menos mal que ya han llegado las vacaciones porque sabe Dios que nos merecemos un descanso… y entonces te llevas un «zasca» en plena cara. El destino te da un puñetazo y sonríe el muy capullo. Y de repente descansar pasa a un vigésimo plano, la playa te importa tres cominos y en tu cabeza se asienta una obsesión: «que todo esté bien».
Nada más llegar a nuestro destino de vacaciones, al bajar del coche, me di cuenta de que mi hijo pequeño, de 14 meses, no estaba bien. Le llevamos a urgencias y el diagnóstico fue rápido: artritis séptica. Es decir, una infección bacteriana en la articulación de la cadera. La solución era una sencilla operación para ponerle un drenaje. Unos días de hospital, muchos antibióticos y a casa a hacer reposo durante varias semanas.
Fue un gran susto. Enorme, pero todo estaba en marcha y el niño no perdía la sonrisa. Adelante con lo que tocaba. Se quedaría en un susto.
Sin embargo, pasados unos días de la operación, las cosas no iban bien. La infección seguía y el niño sí había perdido la sonrisa y tenía un color amarillento muy extraño. 6 días después de la primera operación y tras varias pruebas volvieron a intervenirlo, cambiaron el drenaje y de nuevo una sentencia: empezaría a mejorar. No lo hizo durante las siguientes 48 horas. No podéis imaginar la angustia. No sabíamos qué pasaba. Nos decían que la infección podía tener otros focos. Siempre digo que no hay nada peor que la incertidumbre y lo reitero. Imaginas tantas cosas terribles que acabas autodestruyendo tu alma un poquito.
Intentando mantener la calma pasaron las siguientes horas y por fin la fiebre empezó a remitir y a cumplirse las predicciones médicas: íbamos por el buen camino. A partir de ahí, todo ha sido fácil. Tiempo, medicación y muchos mimos. Los nubarrones comenzaron a disiparse y de nuevo la lección vital, el reordenar las cosas, las prioridades… y las mil gracias al cielo.
Y el darte cuenta de que las personas realmente importantes de la vida, las que marcarán una diferencia, son los médicos, las enfermeras, los auxiliares, los celadores, las personas que cuidan de la limpieza de los hospitales… todos aquellos que cuando tu alma tiembla te sonríen y te tienden la mano. Los que salvan a tu hijo son ellos. Lo hacen nacer de nuevo.
Puede que penséis que exagero y no es tan grave, pero siempre tengo presente que si mi niño hubiera sido Omran, si estuviéramos en Siria, en Kenia, el Sierra Leona… algo tan «sencillo» como una artritis séptica seguramente no tendría salvación y mi hijo no estaría aquí. Lo más difícil de aceptar sería que se lo ha llevado una enfermedad completamente ridícula. Y esto sí es el azar. El azar de la vida que te salva o destruye según donde hayas nacido. Demoledor. No me lo quito de la cabeza.
Por otro lado, los hospitales son los lugares en los que he aprendido lecciones fundamentales:
Nadie debería trabajar sin vocación. En temas de salud se hace especialmente notable que cuando no hay vocación, sobran. Por suerte nos encontramos con un equipo maravilloso, el mejor. ¿Podéis creer que en la planta de Lactantes del Hospital de Alicante no hay ni una sola enfermera ni auxiliar que no fuera un encanto, que no intentara hacerte la vida más fácil? Al menos no la encontramos… Millones de gracias a todas ellas por cada gesto.
El mundo, por definición, es injusto: si no estuviéramos en esta parte del mundo enfermedades de fácil curación pero potencialmente mortales acabarían con nosotros. Y entonces uno se plantea cómo llegar a esa otra parte del mundo porque se me parte el alma de pensar que un niño pueda cerrar sus ojos por enfermedades fáciles de resolver. Me imagino el dolor de su madre, de su padre, de sus hermanos y me puede la vergüenza de estar detrás de esta pantalla en lugar de haciendo algo más útil en la vida.
Me imagino en el otro lado del mundo, teniendo la certeza de que en otros países otros niños se salvan pero nadie ha movido un dedo para ayudar al mío, nadie de ese otro mundo ha venido a curarlo y entonces entiendo la rabia, el dolor, los actos desesperados… las ganas de venganza, de poner las cosas en su sitio, de igualar el sufrimiento. No digo que haya que dejarse llevar, ojo, no justifico esos actos, pero puedo llegar a entender ese sentimiento, esa locura. Creo que todo padre y toda madre que me lea lo entenderá.
No hay nada tan valioso como la salud. La rutina nos envuelve y nos dejamos llevar pero lo importante (y lo más frágil) es la salud y en la vida de una madre, la de sus hijos es la más importante. Cuántas veces habré pensado la misma tontería, aquello de «que me pase a mí y no a mis hijos». Cuando era niña y mi madre me decía que era una de las grandes verdades de la vida pensaba que eran solo palabras. Ahora sé que detrás se esconde una gran verdad: un padre daría su vida por sus hijos una y mil veces.
Y entonces me planteo algunas cosas: en esta rutina nuestra… ¿de qué sirve el resto? Sin duda las fuerzas hay que guardarlas para lo que realmente merece la pena, para lo que realmente te apasiona, te hace vibrar. Lo demás, sobra. No dejéis un hueco en vuestra vida a cosas que no os importen y disfrutad por encima de todas las cosas porque nunca se sabe hasta cuándo durará esa calma.
Siempre hay que relativizar. En los hospitales se ven tantas cosas terribles, tantas situaciones desesperadas… que de repente la nuestra parece más llevadera. Dicen aquello de «mal de muchos…». Yo me quedo con aprender de la valentía de otros padres. Aquellos que se ven obligados a sacar fuerza de debajo de las piedras son una lección para todos los demás. Ojalá no lo fueran…
Pasará el tiempo y volveré a dejarme llevar, pero no quiero que se me olviden las grandes lecciones. No quiero dejar de tenerlas en negro sobre blanco. No termino de decidir si este es un post lleno de sombras o de luz. Quizá sea como la vida, con un poco de todo. Lo que sí sé es que la lección me deja una gran conclusión: ¡Bendita sea la rutina en la que no pasa nada!