Unas días de cole y la rutina ya está en casa. A falta de cerrar algunos horarios de clases extra escolares, hemos reestablecido la vuelta a las horas de comida cerradas, sin discusiones, hora para hacer las cenas, hora de baños, hora de levantarse, hora de… hora de… y la verdad, aunque estaba deseando que llegara este momento, me siento un poco presa de las dichosas manillas del reloj. Y, mientras trabajo, me pongo a escuchar Lalaland u otra banda sonora con un toque melancólico (la de Once también me vale) y pienso: quiero parar. Pero lo quiero en serio, con una intensidad que aplasta.
Hace un tiempo el reloj del salón se rompió, el que marca mi vida, el que la dirige (a veces más que yo misma) y me doy cuenta de que, ahora que no lo tengo, no dejo de buscarlo como intentando encontrar quien me guíe y me cuente qué tengo que hacer en cada momento. Como si sola no supiera hacerlo.
De repente, la ansiada rutina, esa que tanto echaba de menos, me llena de tristeza y cada mañana me ronda un único pensamiento: ¿y si hoy no vamos al cole? ¿Y si hoy no vamos a trabajar? ¿Qué pasaría, a quién importaría? ¿Y si me quedara una mañana jugando con mis niños a hacer casitas con las sábanas y a curar muñecos enfermos de mil y una heridas pintadas con boli en sus cabezas? Decidme que a vosotros también os pasa…
Nada. No pasaría nada. Pero no tengo el valor… no podría abandonar el teléfono y dejar sin responder a los clientes que han confiado en mí, seguro que a las dos horas, o menos, me estaría arrepintiendo de haber sido tan «irresponsable»… Y por otro lado, ¿cómo explicar a los niños que cuando te venga en gana puedes simplemente olvidarte de tus obligaciones? No se puede… me quedo con mi gran deseo de infancia: poder congelar el tiempo y hacer, mientras tanto, lo que me apetezca. Una obsesión que me persigue desde que vi la serie Fuera de este mundo, en la que su protagonista, Evie era capaz de parar el tiempo juntando sus dedos índices. ¿Os acordáis? ¡Quién pudiera hacerlo!
El problema de volver a la rutina es que había olvidado que esa rutina incluye desear tanto el fin de semana que a veces parece que no llega nunca. Es sentir que las horas libres se te escapan de las manos y que pierdes a tus hijos por segundos porque cada día están más grandes y lo notas. Esa sensación incluye que cada tarde de domingo tenga siempre un toque deprimente. Y esa sensación es, sin medias tintas, un asco.
Hace unos días puse las vacunas a la niña y nos fuimos a desayunar después. En el cole no nos dejan llevarlos tarde y hay que esperar al cambio de hora así que nos regalamos 20 minutos juntas. ¡20 minutos! Bueno, pues ese desayuno me supo a gloria bendita con mi peque que me repetía: «mamá, ¿verdad que nadie nos puede estropear este momento de estar solas tu y yo?» Y a mí se me caía la baba porque yo estaba aún más feliz que ella y me encantaba que lo apreciara de una forma tan consciente. Ella siempre disfruta a mil el «ahora», ya os lo he contado alguna vez.
Resumiendo, que deseaba que volviera la rutina y ahora deseo que se vaya o, por lo menos, deseo poder saltármela de vez en cuando sin que haya consecuencias. Deseo parar el tiempo un rato (o mucho rato) para disfrutarlo mejor. ¿Será posible sin vacunas de por medio? Bendita rutina, sí… ¡pero no te quedes mucho!
¡Espero no ser la única que internamente se revela! Menos mal que, al menos hoy, el fin de semana sí está al caer 😉
Yo creo que la clave está en que la rutina diaria, trabajo, llevar a los niños al cole, etc, sea llevadera y tratar de disfrutarla, sabemos que es dificil en muchos casos, pero es que no queda otra salida. Lo que si deberíamos hacer es tratar de aprovechar al máximo posible el tiempo libre que tenemos en medio de las responsabilidades.