He tenido la suerte de recibir un regalazo estos días: un acceso de 1 año para la plataforma Gestionando Hijos donde hay un montón de videos y artículos interesantes sobre educación. Por supuesto me he puesto a cotillear inmediatamente dando prioridad absoluta a lo que Carles Capdevilla nos contaba y he encontrado un video que ha dado en el clavo, era justo lo que necesitaba oír, «Los padres no somos perfectos ni falta que hace»: ¿qué pasa si los padres no somos perfectos y los hijos lo saben? y, voy más allá, ¿qué pasaría si fuéramos nosotros mismos quienes nos quitáramos el mito antes incluso de formarlo?
Esta es una discusión que he tenido conmigo misma desde que soy madre. Obviamente los peques adoran a los papás y mamás, nos consideran los mejores, los más cariñosos, los más listos, los más diestros en algunas áreas (llámese dibujo, fútbol o matemáticas) aunque seamos de lo más mediocres.
Por muy halagador que pueda ser oír ese constante «eres el mejor», hay un momento (cercano, porque esto no dura mucho) en el que al peque se le cae la venda de los ojos y entonces pasamos a ser… meros mortales con defectos y grandísimas limitaciones. Qué vamos a hacer… es un proceso evolutivo de la vida.
Desde hace tiempo soy muy consciente de que soy mejor madre cuando estoy de vacaciones. No hay presiones, no hay días tan duros, reuniones desastrosas, agobios por no llegar a todo (o al menos se limita notablemente) y mi gran duda era si compartir esto con los niños o no. Un día desastroso, al darme cuenta de que estaba regañando (gritos incluidos) a mis hijos injustamente, decidí tomar cartas en el asunto y compartir con ellos cuándo mamá tiene la paciencia «normal» y cuándo ya va tan al límite que al más mínimo inconveniente, salta cual fiera salvaje.
La pista me la dio aquel día mi hija que, disgustada por la bronca me dijo: «mamá, sé que no nos hemos portado bien pero no entiendo que te hayas enfadado tanto… ¿es que no nos quieres?». Pelos de punta, horror en el corazón. Mi cabreo había sido percibido como tan monumental que se cuestionaba la base de nuestra familia.
Ahí sí no hubo marcha atrás: le conté mi día, le expliqué que estaba preocupada, cansada y con mucho trabajo. Estaba agobiada y lloré con ella de puro estrés, el que debía haber sacado antes de lanzar cuatro gritos. Me miraba atónita, pero atentísima a mis palabras. Me limpió las lágrimas y me dijo: «Mamá, ¿y yo cómo puedo ayudarte?».
Los niños son maravillosos. Le di un abrazo, le pedí que tuviera paciencia conmigo, que me perdonara por el enfado y le expliqué que necesitaba que se fueran a la cama para que yo pudiera resolver unos cuantos asuntos de trabajo que me tenían nerviosa, pero que mi amor por ellos es incuestionable grite lo que grite esta madre gritona. ¡E inventamos nuestro código «antienfados» que no deja de funcionar meses y meses después!
Y aunque feliz por haber sido justa con mi hija, por haber quitado las dudas de si la quiero o no… entonces pensé: adiós a mi autoridad. Pero resulta que no quiero tenerla. En ese momento me di cuenta de que lo que tengo que hacer es ayudar a mis hijos a gestionar mejor sus emociones (yo ya sé que tengo mucho que aprender) y que quiero que me hagan caso porque confían en mi criterio, pero no porque mamá sea quien manda. Ese tipo de autoridad no me interesa. Al menos no a ciertas edades. Con el pequeño (2 años) sí tengo que explicar alguna vez que al sofá no se sube porque mamá lo dice, en determinados contextos no escucha un razonamiento y lo único que entiende es ese famoso «obedece» que tanto me decían a mi de pequeña. Sin embargo, reconozco que entonces nunca pensaba que me lo dijeran por fastidiar sino que era consciente de que, aunque no entendiera las razones, si mi madre lo decía, era por algo importante. Y obedecía.
Últimamente me planteaba si no era injusto que les dijera aquello de «lo siento chicos, hoy no hay cuento porque mamá está muy cansada» pero de repente vino Capdevilla a quitar los fantasmas. No pasa nada si no somos supermamis ni superpapis. No pasa nada si asumen que nosotros también tenemos nuestros momentos. Todos somos importantes en esta familia, nadie está al servicio de nadie, todos nos ayudamos y cooperamos. Así debe ser. Y ellos, también de chiquititos tienen que aprender a ser flexibles con nosotros. Si no… ¡qué sería de estos pobres padres!
Para Capdevilla, es importante «que nuestros hijos sepan que somos imperfectos, que a veces les pegamos broncas injustamente» y afirma, además que esto «contribuye a una familia más espontánea, más natural y más feliz, porque los padres y madres no somos héroes… ni falta que nos hace«.
Amén.
Diana cuánto te entiendo…si nos pudiéramos quitar la culpa de un plumazo…un abrazo