Ya les habíamos visto el año pasado en Titirilandia con La Mata de Albahaca y nos robaron unas cuantas carcajadas con esos títeres de toda la vida que triunfan siempre. Por eso, cuando supimos que la compañía de títeres Teatre Buffo estaba el fin de semana en el Teatro Sanpol, no pudimos resistirnos.
Un teatro maravilloso, remodelado, con un ambiente de lo más especial: siempre con las necesidades de los niños en la mente. Sin barreras arquitectónicas, excepto el escalón de entrada, cuentan además con un amplio espacio para dejar los carritos y una zona infantil: mesas y sillas, juegos para que las esperas, si las hay, sean parte de la diversión. Algunas veces lo hemos visto con una de las paredes que rodea esta zona infantil cubierta de papel para que los niños dibujen su particular mural. Esta vez, al tratarse de la primera representación de la temporada, aún no estaba instalado, pero lo estará próximamente, según nos adelantaron desde el teatro.
En el interior, el telón estaba abierto y ya desde el inicio pudimos hacernos una idea de cómo sería la puesta en escena: limpia. Una mesa, ligeramente alta que hacía que nos perdiéramos algunos momentos de los personajes más bajitos, y sábanas blancas cubrían mesa y paredes y ocultaban los personajes que pronto inundarían el escenario,
A los pocos minutos, ya estábamos sumergidos en la obra: Un montón de cuentos. No fueron un montón, se hicieron cortos. Fueron solo 4 pero habríamos estado allí escuchando muchos más.
Los cuentos de Teatre Buffo son cuentos con mensaje: algunos feministas, otros de temática social, y con distintas técnicas: marionetas, títeres o teatro de objetos. Cada historia y forma narrativa diferente de la anterior.
El primer cuento, el de la tortuga Clementina y su amado Arturo quien se va a buscar caracoles todo el día mientras Clementina le espera en casa aburrida y, cuando le cuenta que quiere aprender a hacer algo, éste la desanima sin piedad. Si quiere ser pintora, se ríe de sus ganas de ser creativa y le regala un cuadro ya pintado para que no tenga que hacerlo ella; si quiere aprender a tocar la flauta, le regala una radio para que escuche todas las melodías del mundo y así una y otra vez, hasta que Clementina se harta de tanto trasto y tan pocas ambiciones y se libera de todo. Increíble lo liberados que nos sentimos también los espectadores al ver a una tortuga feliz sobre el escenario.
Después conocimos a Katy la hipopótamo dispuesta a convertirse en estrella de la danza, hasta que sus ganas de hacer su sueño realidad y sus frustraciones al no conseguir aceptarse como es la dejan medio muerta de hambre. Por suerte acaba decantándose por la canción, un arte en el que realmente es una estrella. No tiene despedicio el número final.
Una de las obras más recordadas por los peques que nos acompañaban: Caperucita roja, contada con teatro de objetos y en la que el tema del acoso se trata sutilmente. «Mi mamá no me deja hablar con extraños», dice Caperucita, quien finalmente accederá a dar un beso a su salvador aunque eso tampoco vaya a tener la aprobación de su mamá: «Anda, tontorrona, si te he salvado, dame un besito y déjame que te acompañe a casa». Una frase que a todos los papás nos dejó el estómago algo dado la vuelta. Los niños también se dieron cuenta de que aquello no sonaba bien. A pesar de la música final, el silencio fue atronador en la sala cuando hasta hacía un momento todos rompíamos a aplaudir cada vez que sonaba un acorde. Curioso también cómo acabamos poniendo cara y sentimientos a una serie de tazas y teteras que «encarnaban» a los personajes de Caperucita con las manos y la voz de Amparo, quien los daba vida.
La Bella y la Bestia, contada con títeres y en su versión clásica fue toda una delicia. Los títeres, bellísimos y delicados que, sin embargo, soportaron estoicamente los gestos cariñosos de los peques al finalizar la obra.
Sin duda, una tarde para recordar con unas obras, todas, que nos encandilaron. Como dijimos en su momento en twitter: una tarde de 10.