Mi hija Ana tiene dos años y medio. Desde que nació, he sentido que tenía una deuda pendiente con ella. Sí, porque aunque prolongué la lactancia hasta el año y medio, la dejé dormir en mi misma cama hasta hace apenas unos meses y, en muchas ocasiones, por atenderla a ella presté menos atención a su hermana de seis años (¡ays, qué difícil es esto de ser madre!), últimamente notaba que compartía menos situaciones de ocio con ella que los que a su edad había vivido con Elena. ¡Menos mal que este curso escolar hemos encontrado «nuestro momento»!
Siempre he dicho que yo no soy mujer de bebés. Me gusta verlos en los anuncios de la tele, se me cambia la cara cuando me topo con una imagen de un recién nacido en una revista, suelto un sentido suspiro seguido de una tímida sonrisa cuando alguna prima me manda una foto por whatsapp de su retoño o me enternezco en el instante en que cojo al bebé de mi mejor amiga en brazos, porque mi cabecita se llena de pequeños flashes que me recuerdan cómo eran mis hijas hace nada. Aún con todo esto, insisto, yo prefiero la etapa en la que ya puedes interactuar con ellos, aunque en ocasiones ese momento de comunicación sea monopolizado por la pregunta favorita de los peques: «¿Por qué? ¿Por qué?».
Recuerdo que cuando Elena sobrepasó los dos años, al menos una vez a la semana la dedicábamos a hacer manualidades sencillas de goma eva, animales con rollos de papel higiénico o dibujos abstractos que colgábamos en el frigorígico… También nos inventábamos canciones y nos convertíamos en protagonistas de nuestros propios cuentos de princesas… ¡Éramos solo ella y yo! Con la intención de educar a mis hijas igual, me he empeñado en repetir las mismas cosas con Ana, pero es complicado. Aún así, hemos encontrado «nuestro momento»: las clases de matronatación los viernes a las 19.00 horas.
Nos lo pasamos genial juntas y yo estoy aprendiendo un montón de cosas sobre cómo enseñar a mi hija a nadar, como que los mayores tenemos que estar siempre agachados, para que ellos «crean» que el agua nos cubre como a ellos; que tenemos que dejarles una «libertad» vigilada y evitar llevarles en brazos (tratar de tumbarlos); y que si nos ven preocupados, agobiados o con miedo, lo único que conseguiremos será transmitírselo a ellos.
A este súper plan que nos habíamos programado Ana y yo como pistoletazo de salida al fin de semana, se nos ha unido ahora Elena. Ella también viene a nadar a la piscina con nosotros, aunque claro, en la calle de los grandes. Hermana mayor y hermana menor están encantadas de ir juntas a esta actividad. ¡Cómo son las cosas, de no querer Elena una hermanita y, de hasta preguntar si se podía devolver, a no plantearse hacer nada sin ella! Y, excepto porque compartimos lugar de realización de esta actividad, Ana y yo seguimos teniendo «nuestro momento»: nosotras nadamos en la piscina de pequeños, y Elena, en la de los «mayores». Ahora solo nos queda que papá se anime -le tenemos medio convencido para que se coja un bono para nadar por libre a esa misma hora- y que se una a nuestra #tardedechicas, que pasará a llamarse #tardedepiscinaenfamilia. Eso sí, una cosa está claro, como lo haga, más de un día acabamos remantando la jornada con una cena informal en un «sitio chulo», como denominan Ana y Elena a cualquier lugar en el que se pueda comer o cenar fuera de casa y que preferiblemente tenga hamburguesas o pizzas.
Por aquí tenemos a dos egocéntricos que no paran de tirar de mamá hacia su lado. Eso sí, cuando se juntan tiembla mundo jajaja
Esto de los hermanos es curioso. A estas edades o se aman o se aborrecen. No tienen término medio 😉
Me encanta vuestro plan piscinero.
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