Recuerdo que, cuando era niña, pensaba que mi madre tenía muchas cosas «de madre». Cosas que me fascinaban, que me llamaban mucho la atención, pero que estaba segura de que no eran ni serían nunca para mí. ¡Cómo me equivocaba!
Hay algunas cosas que no he llegado a usar, como los rulos, pero visto lo visto, no lo diré muy alto porque cualquier día me veo durmiendo con ellos «por probar» y lo mismo hasta me aficiono.
Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que algunas de las cosas del día a día de mi madre, que me parecían especialmente ajenas e incluso me generaban un poquito de rechazo, hoy son indispensables. Con los años, esas cosas se han metido poco a poco en mi día a día y ahí se han quedado instaladas. ¿Os ha pasado también a vosotras?
- El camisón. Siempre creí que el pijama era lo más cómodo sin lugar a dudas y, de repente, te quedas embarazada, te compras un camisón por aquello de que nace la niña en verano y estos tienen botones para poder darle el pecho y… ¡ya no vuelves al pijama! Porque cuando lo haces, las varices te torturan en la noche. Está claro: tus piernas de madre (varicosas y cansadas) necesitan fresquito.
- En la misma línea: geles fríos para las piernas. Pensaba que mi madre los usaba por pura coquetería. Que además de la sensación de fresco eran hidratantes… pero no. Hay días y épocas del año en las que no puedes pasar sin ellos.
- En el polo opuesto encontramos las bolsas de agua caliente. Debo reconocer que siempre fui muy fan de estas, incluso antes de ser madre. Algunas personas cercanas me dice que tengo un toque «abuelito» desde pequeña y no les falta razón. Combatir contracturas sin bolsas de agua o similares (aparatos eléctricos que dan calor o bolsas de semillas, mis favoritas) parece hoy misión imposible. Antes me inclinaba más por irme a la piscina pero ahora… ni pensarlo! Mejor me quedo viendo Netflix tirada en el sofá con una bolsita de semillas rodeándome el cuello.
- Las toallitas en el bolso. Un básico. Curioso que con mi segundo hijo ni las he usado con el cambio de pañal. Me ponía con el niño debajo del grifo donde hiciera falta (el olor de las toallas me repugna un poco, la verdad, lo tengo asociado a limpiar cacas y el olor a jazmín y éstas se ha hecho todo uno en mi cerebro) pero no pueden faltar en el bolso «por si acaso». Parece que el orden mundial no está bien si no tienes patatas y huevos en la despensa y toallitas en el bolso.
- Las infusiones son parte del día a día. Ir a un bar y pedir un poleo menta me parecía de lo más insulso. Hoy, súper apetecible cuando llega el frío.
- La crema hidratante facial. Ese olor a madre recién hidratada de la mañana que antes era sinónimo de que comienza el día resulta que significa también que dejas de sentir esas terribles tiranteces. Sobre todo si estás en periodo de lactancia, cuando tu hidratación está bajo mínimos en todo el cuerpo.
- Lo mismo con el cacao labial y la crema de manos. Irte a la cama sin aplicarlo es levantarte con los labios rotos sí o sí. Un olvido imperdonable e imposible.
- La necesidad de silencio. Recuerdo a mi madre metiéndose de vez en cuando en otra habitación y cerrando la puerta un momento. De muy pequeñas íbamos a buscarla y la aporreábamos, claro. Ella salía diciendo: un momento de silencio, por favor. Yo pensaba: «¿para qué?». Hoy, algunos días, soy yo quien se escabulle y se tapa los oídos para respirar silencio y coger fuerza y paciencia cuando la tenemos perdida.
- Los zapatos bajos o con tacón muy moderado. Cuando descubrí los tacones me fascinaron y creí que siempre, incluso cuando tuviera hijos, iría con ellos puestos. No fue así. Hoy me he dado cuenta de que es imposible correr detrás de un pequeño escapista con tacones de infarto. Como hizo mi madre entonces, me quedo con los zapatos bajos. Aunque reconozco que yo he sido mucho más radical que ella, que siempre ha mantenido algo de tacón y taconazo en días festivos. Por no hablar de su toque de maquillaje. Hasta para ir a comprar el pan, como dice ella. Mamá, no sé cómo lo hiciste. Yo soy incapaz.
- Coser los bajos de los pantalones: siempre pensé que no había que aprender estas cosas necesariamente. Pensé que siempre podría llevar los pantalones a una modista para que me los arreglaran. Al final he aprendí a hacerlo y es mucho más cómodo hacerlo en un rato que llevar y traer ropa de la modista, por no hablar de lo que me ahorro. Es muy de madre, sí, pero es un aprendizaje extra útil. De ahí salto a los botones, a meter tirantes, a pequeños arreglos de ancho… Y lo curioso es que siempre quieres aprender alguna cosilla más. De hecho la última adquisición en casa es una máquina de coser, así que no sé cómo acabará esto…
- Otra de las cosas que de niña me juré no hacer era embadurnar a mis hijos en crema solar… ¡con lo desagradable que me parecía! Hoy, en verano, lo hago de manera compulsiva, cada poco rato y ni siquiera me preocupo de que el color blanco desaparezca. A mí me repugnaba estar tan pegajosa, por suerte a mis hijos parece no importarles tanto como a mí.
- Y en la misma línea creí que nunca limpiaría pequeñas suciedades de la cara de mis retoños mojándome la punta del dedo con la lengua. ¡Ja! truco de madre-madrísima. No nos gusta confesarlo pero… ¿quién no lo ha hecho alguna vez?
Cada día descubro nuevas costumbres calcadas a las de mi madre así que me parece que la lista se hará laaaarga con el paso del tiempo y acabaré, irremediablemente, siendo un calco de ella. Aunque, por otro lado, qué orgullo si un día consigo serlo…