Nunca pensé hace casi ahora seis años que la maternidad me iba a traer tantas cosas buenas a mi vida en general y a mi mundo interior. Que vaya por delante que desde que tuve a mi hija mayor no sé lo que es dormir ocho horas seguidas, ni pasar un día de playa vuelta y vuelta, pero todo se compensa con lo que yo he ganado, porque desde que Elena llegó a mi vida, soy mejor persona.
Elena ya lo viene anunciando desde hace unos días: «Estoy haciendo una cosa para el día de la madre más chula que para el día del padre». Su padre refunfuña un poco, ¡qué se le va a hacer! pero ella está emocionada ¡y yo más! Ya me ha avisado también de que el viernes no puedo ir a recogerla al colegio, sino descubriré antes de tiempo el regalo que con tanto mimo y cariño me lleva preparando desde hace semanas en el colegio. Yo espero con ganas que llegue el #diadelamadre porque ese domingo, el primero del mes de mayo, ella viene a despertarme a la cama (es entonces cuando yo me hago la dormida, además de la sorprendida) para darme un beso y dirigirnos al comedor, donde papá nos tiene preparado un rico desayuno. Es «mi momento», ese en el que abro mi preciado y, por qué no decirlo, merecido regalo. No sé si este año será un llavero, un portafotos o un ramo de flores de papel, ¡qué más das! porque lo que ella me dé no cubrirá lo que yo he recibido de su parte desde que vino al mundo.
¡Qué poco queda de la chica miedosa e insegura que era yo hace seis años! Y es que antes de ser madre, yo era una persona que me ahogaba en un vaso de agua, que veía enormes rocas donde solo había piedrecitas; una persona que era incapaz de vivir el presente, porque siempre pensaba (y no positivamente) en lo que podría pasar al día siguiente, y que sufría sin razón ni motivo. Mi amiga Silvia, que fue madre cinco meses antes que yo, ya me avisó días antes de dar a luz que estaba a punto de darle todo el sentido al verbo sufrir. Sufrir porque la niña esté baja de percentil, sufrir por no saber si le darán el colegio que quieres, sufrir porque no la inviten al cumpleaños de la niña Verónica, sufrir porque no le baje la fiebre de 40 grados … Pero también reír: reír cuando me dice que por qué me pongo lentejas (lentillas) en los ojos, reír porque se ha puesto mis tacones e intenta imitarme por toda la casa y reír hasta llorar porque le hago cosquillas en la tripa.
Y entonces me doy cuenta de que la risa es más potente que el sufrimiento y que no entiendo mi existencia en este mundo sin esa carcajada que escucho cada noche al irme a acostar, ni sin ese abrazo que me regala cuando la voy a buscar por sorpresa un día a su clase de música. Y me pongo a pensar en cómo era mi vida antes de que ella estuviera conmigo y ni me acuerdo; lo único que sé es que esos pinchazos que antes me daban en el pecho han desaparecido para siempre, que la paciencia se ha convertido en mi compañera de vida y que no pasa nada por no llegar a todo, ¡no soy súper woman, ni súper madre, simplemente soy madre, ¿la mejor del mundo? No lo creo, aunque mi hija sí lo piense.
Me siento súper identificada!Gracias Lidia por este post