Creo que no me equivoco al afirmar que en lo que llevamos de curso escolar hemos comprado, al menos, tres barajas de cartas, y es que desde que este verano Elena (6 años) aprendió a jugar a La Escoba, el Cinquillo, el Cuadrado o el Burro, cualquier momento es bueno para echar una partida. Una actividad con la que, además de divertirnos en familia, ella desarrolla un montón de aptitudes.
Siempre recordaré mis vacaciones estivales en Gallegos de Sobrinos, mi pueblo de 4 habitantes, (en mi época quizás la cifra podría ascender a 20, pero creo que no mucho más) pegada a una bicicleta y a una baraja de cartas española. En este punto de la geografía abulense las oportunidades de ocio te las tenías que buscar tú, porque ni existían (ni existen) parque de bolas, centros comerciales, tiendas de cuches, teatros o cines… Allí lo que se estilaba (y se estila) son los juegos de toda la vida: coger el balón para improvisar un partido de fútbol, organizar una competición de frontón, pintar en el suelo una rayuela y, en los momentos centrales del día cuando el calor apretaba, sacar la baraja de cartas.
Y como si de una tradición que va pasando de generación de generación, 30 años después mi hija repite el mismo patrón. Descubrió las cartas en sus últimas vacaciones y, no solo juega cuando vamos allí, en nuestra casa de Madrid hemos tenido que hacernos con varias barajas para seguir “practicando”, como dice ella, para que no se la olvida (le encanta ganar). Y así es como muchos días de diario después de hacer la “ficha” que la mandan en el colegio, me reta a ver quién de las dos consigue hacer más combinaciones de naipes que sumen 15 (finalidad de su juego favorito, La Escoba) y los fines de semana convence a su padre para que se una a nosotras y echar una partida a El Burro.
Yo nunca me planteé por qué jugaba a las cartas y si era bueno o malo pero, ahora, desde el punto de vista de madre (ahora todo se ve con otros ojos), me parece una actividad con un montón de beneficios: trabajan las matemáticas (sumas, restas o multiplicaciones), desarrollan agilidad mental, adquieren rapidez, toman conciencia de qué son las normas, aprenden a perder (lo que les cuesta y lo que se enfadan) y, de paso, a gestionar emociones, mejoran su capacidad de memorizar y, en función del juego que toque ese día, se centran en la capacidad de trabajo en equipo y en reforzar los lazos familiares, porque aquí pueden jugar abuelos, tíos, primos, padres… ¡todos menos la hermana pequeña de tres años que lo único que hará será robar las cartas y volver loco a cualquiera, je, je, je!
De verdad, os recomiendo, que lo probéis. Los juegos de cartas son sencillos, educativos divertidos, económicos y una alternativa de ocio más para aquellos padres y madres que quieran buscar algo que separe a sus hijos de las pantallas del móvil o del ordenador.