Llego por los pelos al tren. Cuando digo por los pelos, es por los pelos. De hecho, hace un minuto que cerraron el acceso, pero la chica de la entrada, con cara de pocos amigos pero con buen corazón, que lo sé yo, me deja pasar. Y cuando por fin me acomodo en el tren (en un asiento que no es el mío, porque si hubiera intentado ir hasta mi coche me habrían cerrado las puertas ante mis ojos) pienso que, eso de subirse al tren de la slow life no va a ser tan sencillo como me gustaría.