Por Alejandro Garrido, cofundador de Carné de Padres
Seguímos con Cicerón:
“El propósito de la educación es liberar al estudiante de la tiranía del presente”
¿Por qué la importancia de controlar nuestros impulsos?
Ya debe estar bien claro: la educación es como un entrenamiento para la vida, y en la vida no nos guiamos por impulsos todo el rato. Es más, ni siquiera lo hacemos la mayor parte del tiempo: tenemos que demorarlos o negar su satisfacción directamente. Si no lo hiciéramos, sería impensable vivir en sociedad: cogeríamos lo que nos apeteciera de quien nos apeteciera, y nadie se pondría a hacer un trabajo que resultara aburrido o difícil.
El ladrillo más básico sobre el que se asienta cualquier convivencia es el control de los impulsos: advertir, como dice Cicerón, que hay algo más allá de la presente apetencia y que merece la pena aplazarla para conseguir otras cosas. Librarse de la tiranía del presente.
No dejarse llevar por cada deseo o necesidad inmediatamente es lo que posibilita todo el desarrollo posterior de la persona, ya que sin la capacidad de demorar las gratificaciones un niño jamás se sentará a estudiar, ni comerá las acelgas que no le gustan ni respetará el turno de jugar del niño con el que está.
El proceso socializador
El librar al estudiante de la tiranía del presente es también la base de la socialización. Relacionarse con los demás implica, necesariamente, tenerles en cuenta y no actuar como si estuviéramos solos. Es decir, no podemos hacer lo que nos venga en gana, tenemos que aguantarnos. A veces los demás nos enervan, o se entrometen, o nos aburren, y no suele ser apropiado que les peguemos un grito o los apartemos a empujones, más que nada porque la próxima vez que tengamos que relacionarnos con esas personas igual no están muy bien dispuestas hacia nosotros.
En fin, a la hora de hacer amigos y establecer relaciones de cualquier tipo, es imprescindible ser capaces de poner en suspenso nuestros deseos inmediatos, ya que estos por definición son egoístas y no tienen en cuenta al otro. Una vez podamos hacer esto, estaremos en posición para escuchar al otro y tenerle en cuenta, y así ver la manera de actuar que más conviene, que muchas veces no es la que nos apetece (nos apetece insultar al jefe, plantar a la pareja, bostezar en la conferencia… y en general, nos lo aguantamos, porque hay otras cosas más importantes que lo que nos apetece).
Moverse por metas a largo plazo
Las metas a largo plazo son la otra cara de la moneda del control de impulsos. En definitiva, si tú te aguantas un impulso, capricho o apetencia es porque valoras que es más importante conseguir otra cosa más adelante que satisfacer lo que te apetece en ese momento.
El control del impulso nos permite movernos por otro tipo de motivos: nuestros valores, nuestros objetivos, nuestras metas… solo es posible alcanzar estas cosas si estamos dispuestos a decir “no” a las apetencias que nos salgan al paso. Jamás terminaré la carrera si solo estudio cuando me apetezca, no conservaré ningún trabajo si paso de hacer las tareas aburridas ni mantendré una pareja si le tiro los tejos a cada muchacha que me atraiga.
Elegir las metas o valores que guiarán nuestra conducta es ya algo más complejo y sujeto a muchas influencias. Pero el primer paso imprescindible para poder hacerlo es ser capaces de no caer en los impulsos cuando así lo decidamos. Enseñar esta capacidad al niño es uno de los mayores regalos que le podemos hacer.
Cómo trasmitírselo al niño
Las palabras de Cicerón guardan otra enseñanza: la capacidad para “liberarnos de la tiranía del presente” es una cuestión de educación. Muchos padres viven con la impresión de que el niño “ya madurará”, “se le pasará” o “ya se dará cuenta de lo que le conviene”. Y esto es un grave error: las personas no maduran porque les toque o porque sea la época, como los melocotones; “madurar” es un proceso que requiere trabajo y aprendizaje, y si no se hace ese esfuerzo tendremos un adulto “inmaduro”. Porque vamos a ver, ¿quién dejaría de hacer todo el rato lo que le diera la gana si no le obligasen? Pues eso, pocos o ninguno.
Por lo tanto, vamos al terreno de la obligación, es decir, a las normas y los límites en los niños. Cuando le ponemos una norma a un niño, lo que estamos haciendo es poner una restricción a su actuación impulsiva o espontánea (no se grita, no se juega más a la consola, no se pega…), es decir, le estamos obligando a controlar su conducta (y recordemos que controlar la conducta es la única manera de lidiar con el impulso). Pero las normas solo son efectivas si van asociadas a consecuencias: no suele servir de nada anunciar una norma y ya está. ¿Qué pasa si se incumple? ¿Y cómo fomentamos una que al niño le cuesta hacer?
En la educación hay una parte de restricción y disciplina, y no es bueno ni eliminarla por completo ni que domine por entero las interacciones. Es una herramienta más dentro del kit de los padres, y su fin es precisamente este: que el niño desarrolle su capacidad de autocontrol. Pero para hacer esto tan difícil no es suficiente con las palabras: necesitamos ayudarnos de los refuerzos y los castigos.
Es decir, cuando pongamos nuevas normas, podemos recurrir a refuerzos (“premios”) para que el niño empiece a obedecerlas y a castigos si las incumple. El cómo elegir los refuerzos y los castigos eficaces es tema aparte que merecería otro libro. Baste aquí con recalcar que el control de los propios impulsos, y por lo tanto la capacidad para moverse por metas a largo plazo, empieza con el establecimiento de normas y límites por parte de los padres.
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